Ni bien despertó tuvo una revelación que le cambiaría la
vida para siempre.
Podría ser más libre, un poco más feliz, sufrir menos. O
algo.
Rápidamente olvidó todo.
La transición hasta que se active el resto de los programas
mentales y comience el ruido es efímera y la bella lucidez de ese pasaje de
duermevela, muy frágil y evanescente.
Al pie de su cama estaba Ramiro, mostrándole una maceta con
unas flores preciosas que le había llevado un mes cultivar. Ya en la cocina le
mostró unos almácigos que prometían.
Sintió una vez más que Ramiro usaba sus flores como excusa
para llamar la atención, o lograr algún gesto de aprobación. Quizás propiciar
algo maravilloso para su vida. En definitiva, nada que no necesite cualquier
persona…y que a menudo busca en los sitios equivocados.
Le elogió las flores para cumplir nomás y para sacarlo del
medio.
Fue hasta el baño.
Cuando salió, Ramiro estaba acomodando unos floreros vacíos
sobre un rincón. La impresión que tuvo entonces se acercaba al fastidio o
quizás a la incómoda suspicacia de estar ante un sicótico. Eso después trocó en
lástima.
El gato de Lucila rápidamente disipó el murmullo mental,
cambió el cuadro, disolvió en la inexistencia a Ramiro y abrió otra dimensión
de las cosas. Los gatos tienen esa
magia. Lucila con su gato hacen una pareja estelar.
Al mismo tiempo que el gato jugueteaba con una zanahoria que
alguien había dejado en el suelo (seguramente Lucila, para propiciar un momento
gracioso), recordó que aún no le había dado de comer a su propio gato. Lo llamó
y el felino tardó en aparecer. Esos minutos de desaparición de gato
significaron la irrupción de cierta angustia. Por su gato. Y por saberse sin
gato ante Lucila con gato.
El ronroneo inconfundible de Pancho saliendo de debajo de
una mesa disipó cualquier pensamiento sombrío.
Sabe, imagina, o necesita creer que Lucila le envidia a
Pancho, por lo que le elogió el gato a ella para sacar el tema de conversación
y propiciar la compulsa de morrongos de la que salir con mejor ánimo como para
encarar el resto de la mañana.
En el patio estaba René. Prendió el equipo de música y dejó
sonar la canción de la que siempre hablan. Para que René la escuchara y ver qué
comentario se le ocurría. Terminó la canción y René no pareció darse por
enterado. Miró por la ventana y lo vio abstraído, practicando yoga. Le pareció
un pelotudo. Estuvo un rato largo imaginando invectivas contra esa clase de
lunáticos que no tiene idea de India, ni de Oriente ni de la impermanencia de
las cosas pero que creen haber encontrado la cuadratura del
círculo. El pelotudo de René siempre predicando la buena vibra y la energía, con
insistencia evangelizadora; fascista por momentos.
Lucila pasó cerca suyo y ante la monserga “anti new age”
replicó: “no es tan así” para, acto seguido, dedicarse a formular invectivas
ocurrentes contra la gente que formula invectivas ocurrentes contra el yoga.
Ornella apareció con su mini bikini y su bronceado,
caminando con paso felino a la orilla del mar y un gesto de “no estoy pata
nadie, no me hacen falta”.
Optó por no hacer ningún comentario.
Tampoco hubiera podido pensar algo lo suficientemente
envenenado. Luis no paraba de hablar: que la heladera necesitaba orden y que no
tenia ganas de ordenarla; que a quién se le puede haber ocurrido suspender la
parada del colectivo que hasta ayer pasaba por la esquina; que por suerte
mañana ya le sacarían el yeso del brazo, que se aprestaba a cocinar una buena pasta
al filetto para festejar…
Subrepticiamente desaparecieron todos.
En la repentina paz sobreviniente, aparecieron algunos pensamientos.
Por ejemplo; la presunción de que el fluir ininterrumpido de
todos ellos y de los demás, se debe a que temen desaparecer si no logran llamar
su atención.
Dedujo que es lo mismo que sea cualquiera el que le preste
atención a cualquiera, solo se trata de saber que alguien ha reaccionado, para
darle, por eso, la misma importancia que se le podría dar a cualquier otra
persona en su lugar. Nadie en sí mismo importa demasiado a nadie. Paradójico
para un dispositivo que parece utilizarse para reafirmar esa ilusión de tener
una identidad.
Le dio cierta lástima pensar en todos ellos, esperando que
suceda lo que nunca sucedió.
Muy pronto su cuerpo olvidó ese balbuceo reflexivo.
Comenzó a asomar la angustia.
No era la primera vez que eso sucedía. La fragilidad de un sistema
suele estar en relación directa a su complejidad.
Por supuesto que existe la posibilidad de que algo deje de
funcionar para siempre, pero es improbable.
No obstante, una memoria corta no permite cierta estabilidad
ante los imprevistos como para no volver a angustiarse del mismo modo que en
cada ocasión y como para no volver a sufrir una y otra vez el mismo desengaño,
que después será disipado rápidamente cuando todo se restablezca en su habitual
funcionamiento.
Por lo pronto, era un intolerable desengaño que se sentía en
el cuerpo, y desarmaba la arrogancia analítica imparcial de tan solo un instante
atrás.
Desengaño insufrible. La perspectiva de vivir varias vidas
en una, haber podido tener en la cocina de su casa la posibilidad de conversar
con gente tan distante, multiplicar varias veces la cantidad de relaciones que
en otros tiempos una persona común y silvestre podía tener en el curso de su
vida. Estar en varios sitios al mismo tiempo. Sentir saberlo casi todo.
Experimentar lo que un vidente o adivino experimentaría acerca del interior de
los otros. Ser el centro de las miradas.
Gozar de la envidia ajena y alimentarla.
Señuelos todos para disipar la intolerable indiferencia del
mundo.
Todo parecía no haber sido más que un largo soliloquio al
interior de su piel como última frontera.
Lo mismo que había sentido, exactamente lo mismo, cada vez
que se había producido la interrupción.
Pero el vértigo de pasar todo el tiempo de una cosa a la
otra sin detenerse demasiado en ninguna había ido entumeciendo ciertos
mecanismos de su memoria hasta hacer aparecer como novedoso al pensamiento más
repetitivo y rutinario.
Por eso volvió a sentir pánico ante la misma sensación de
tantas veces: la de su cuerpo entrando en una paulatina evaporación; su
identidad hacia una nebulosa comenzando a fundirse en una suerte de fade
out.
Intentó recordar con muy pocos resultados si es que su vida
era tan triste antes de llegar a rodearse de tanto ruido, como para que le
resulte tan aterrador el silencio. Como si pudiera recordar qué cosa era
el silencio antes del ruido.
Creyó recordar que recordar siempre fue difícil.
El presente tiñe al
pasado, al futuro y a sí mismo de un único color, de un sonido monocorde, del
mismo perfume
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