miércoles, 17 de febrero de 2021

LA HENDIJA


 

Ni bien despertó tuvo una revelación que le cambiaría la vida para siempre.

Podría ser más libre, un poco más feliz, sufrir menos. O algo.

Rápidamente olvidó todo.

La transición hasta que se active el resto de los programas mentales y comience el ruido es efímera y la bella lucidez de ese pasaje de duermevela, muy frágil y evanescente.

Al pie de su cama estaba Ramiro, mostrándole una maceta con unas flores preciosas que le había llevado un mes cultivar. Ya en la cocina le mostró unos almácigos que prometían.

Sintió una vez más que Ramiro usaba sus flores como excusa para llamar la atención, o lograr algún gesto de aprobación. Quizás propiciar algo maravilloso para su vida. En definitiva, nada que no necesite cualquier persona…y que a menudo busca en los sitios equivocados.

Le elogió las flores para cumplir nomás y para sacarlo del medio.

Fue hasta el baño.

Cuando salió, Ramiro estaba acomodando unos floreros vacíos sobre un rincón. La impresión que tuvo entonces se acercaba al fastidio o quizás a la incómoda suspicacia de estar ante un sicótico. Eso después trocó en lástima.

El gato de Lucila rápidamente disipó el murmullo mental, cambió el cuadro, disolvió en la inexistencia a Ramiro y abrió otra dimensión de las cosas. Los  gatos tienen esa magia. Lucila con su gato hacen una pareja estelar.

Al mismo tiempo que el gato jugueteaba con una zanahoria que alguien había dejado en el suelo (seguramente Lucila, para propiciar un momento gracioso), recordó que aún no le había dado de comer a su propio gato. Lo llamó y el felino tardó en aparecer. Esos minutos de desaparición de gato significaron la irrupción de cierta angustia. Por su gato. Y por saberse sin gato ante Lucila con gato.

El ronroneo inconfundible de Pancho saliendo de debajo de una mesa disipó cualquier pensamiento sombrío.

Sabe, imagina, o necesita creer que Lucila le envidia a Pancho, por lo que le elogió el gato a ella para sacar el tema de conversación y propiciar la compulsa de morrongos de la que salir con mejor ánimo como para encarar el resto de la mañana.

En el patio estaba René. Prendió el equipo de música y dejó sonar la canción de la que siempre hablan. Para que René la escuchara y ver qué comentario se le ocurría. Terminó la canción y René no pareció darse por enterado. Miró por la ventana y lo vio abstraído, practicando yoga. Le pareció un pelotudo. Estuvo un rato largo imaginando invectivas contra esa clase de lunáticos que no tiene idea de India, ni de Oriente ni de la impermanencia de las cosas  pero que  creen haber encontrado la cuadratura del círculo. El pelotudo de René siempre predicando la buena vibra y la energía, con insistencia evangelizadora; fascista por momentos.

Lucila pasó cerca suyo y ante la monserga “anti new age” replicó: “no es tan así” para, acto seguido, dedicarse a formular invectivas ocurrentes contra la gente que formula invectivas ocurrentes contra el yoga.

Ornella apareció con su mini bikini y su bronceado, caminando con paso felino a la orilla del mar y un gesto de “no estoy pata nadie, no me hacen falta”. 

Optó por no hacer ningún comentario.

Tampoco hubiera podido pensar algo lo suficientemente envenenado. Luis no paraba de hablar: que la heladera necesitaba orden y que no tenia ganas de ordenarla; que a quién se le puede haber ocurrido suspender la parada del colectivo que hasta ayer pasaba por la esquina; que por suerte mañana ya le sacarían el yeso del brazo, que se aprestaba a cocinar una buena pasta al filetto para festejar…

 

Subrepticiamente desaparecieron todos.

En la repentina paz sobreviniente, aparecieron algunos pensamientos.

Por ejemplo; la presunción de que el fluir ininterrumpido de todos ellos y de los demás, se debe a que temen desaparecer si no logran llamar su atención.

Dedujo que es lo mismo que sea cualquiera el que le preste atención a cualquiera, solo se trata de saber que alguien ha reaccionado, para darle, por eso, la misma importancia que se le podría dar a cualquier otra persona en su lugar. Nadie en sí mismo importa demasiado a nadie. Paradójico para un dispositivo que parece utilizarse para reafirmar esa ilusión de tener una identidad.

Le dio cierta lástima pensar en todos ellos, esperando que suceda lo que nunca sucedió.

Muy pronto su cuerpo olvidó ese balbuceo reflexivo.

Comenzó a asomar la angustia.

No era la primera vez que eso sucedía. La fragilidad de un sistema suele estar en relación directa a su complejidad.

Por supuesto que existe la posibilidad de que algo deje de funcionar para siempre, pero es improbable.

No obstante, una memoria corta no permite cierta estabilidad ante los imprevistos como para no volver a angustiarse del mismo modo que en cada ocasión y como para no volver a sufrir una y otra vez el mismo desengaño, que después será disipado rápidamente cuando todo se restablezca en su habitual funcionamiento.

Por lo pronto, era un intolerable desengaño que se sentía en el cuerpo, y desarmaba la arrogancia analítica imparcial de tan solo un instante atrás.

Desengaño insufrible. La perspectiva de vivir varias vidas en una, haber podido tener en la cocina de su casa la posibilidad de conversar con gente tan distante, multiplicar varias veces la cantidad de relaciones que en otros tiempos una persona común y silvestre podía tener en el curso de su vida. Estar en varios sitios al mismo tiempo. Sentir saberlo casi todo. Experimentar lo que un vidente o adivino experimentaría acerca del interior de los otros.  Ser el centro de las miradas. Gozar de la envidia ajena y alimentarla.

Señuelos todos para disipar la intolerable indiferencia del mundo.

Todo parecía no haber sido más que un largo soliloquio al interior de su piel como última frontera.

Lo mismo que había sentido, exactamente lo mismo, cada vez que se había producido la interrupción.

Pero el vértigo de pasar todo el tiempo de una cosa a la otra sin detenerse demasiado en ninguna había ido entumeciendo ciertos mecanismos de su memoria hasta hacer aparecer como novedoso al pensamiento más repetitivo y rutinario.

Por eso volvió a sentir pánico ante la misma sensación de tantas veces: la de su cuerpo entrando en una paulatina evaporación; su identidad hacia una nebulosa comenzando a fundirse en una suerte de fade out.

Intentó recordar con muy pocos resultados si es que su vida era tan triste antes de llegar a rodearse de tanto ruido, como para que le resulte tan aterrador el silencio.  Como si pudiera recordar qué cosa era el silencio antes del ruido.  

Creyó recordar que recordar siempre fue difícil.

 El presente tiñe al pasado, al futuro y a sí mismo de un único color, de un sonido monocorde, del mismo perfume 

 

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