Golpes a la
puerta después del timbre que, dormida, no escuchó.
Se levantó de
mala gana y fue a abrir como estaba. Y descalza, porque no encontró nada a mano
que ponerse.
Algunas
personas se vuelven nudos en la imaginación. Muy difícil desatarlos. Las
conexiones del pensamiento fluyen anárquicas hasta que quedan enganchadas en el
enredo imaginario. De ahí en más todo es rumiante, lamentable, previsible.
Quien esperaba
del otro lado de la puerta iba a empezar a hablar ni bien ella abrió, pero ella
habló antes, con desgano:
_ ¿Qué hacés
acá?...qué remera horrible te pusiste…
_ Quería
evitarte la molestia de mentirme y quería evitarme la pelotudez de creérmelo… _
dijo para dar media vuelta y desaparecer por la escalera. Solo pudo atinar a
repetir el discurso que había ensayado, lo cual resultó absurdo después de un comentario
acerca de su atuendo.
Quien habló no
era un nudo para ella.
Ella,
evidentemente, lo era otra él.
Cerró la puerta
con desganada indiferencia y volvió a despatarrarse sobre las sábanas revueltas
de sábado a la mañana y de todos los otros días también. “…patético...” balbuceó
durante el segundo que le llevó volver a dormirse.
Quince minutos
más tarde él caminaba por la calle casi desierta.
Había comenzado
a llover.
Pero él taconeaba
igual, sin buscar reparo. Empujado por un pico de adrenalina. Cada paso parecía
una trompada que emitía un eco en la calle solitaria. Regodeándose con la
escena anterior, repitiéndose a sí mismo una y otra vez en su cabeza el speech
para cerciorarse que lo había dicho tal cual lo había ensayado; y tomándose
después la licencia de introducirle pequeñas variaciones que podrían haberlo
mejorado (siempre se puede mejorar lo que se dice y nunca alcanza). En todas
las variantes posibles, seguro de haber dado en el centro del blanco con una
flecha envenenada.
Blanco
imaginario.
Imaginario
veneno.
Estaba
enredando aún más su nudo. Le sería adictivo volver a engancharse en él cada
vez que no quisiera hacerlo. Aún no lo sabía. Y no recordaba las tantas veces
que ya le había ocurrido lo mismo.
Dieciséis
minutos después (un minuto más) ella se levantó y casi no tenía residuo en su
memoria de lo que había pasado antes.
Estaba pensando
en otras cosas.
Verificó que el
tipo de la ventana enfrentada a la suya, diez metros del otro lado del vacío, ya
hubiera entornado las cortinas.
Abrió muy bien
las suyas, prendió la luz, se desnudó y comenzó a pasearse por el cuarto.
Él ya estaría
con sus binoculares mirándola por entre la pequeña abertura.
A ella le
encantaba saber que él la estaba mirando; maginar que lo estaba excitando.
A él, al tipo
de la ventana, a ese tipo que le resultaba bastante repulsivo. Sin saber por
qué. Apenas habrían intercambiado un par de saludos en el ascensor alguna vez.
Del otro lado,
tras la cortina, no era el tipo quien estaba observando. Era su novia, mientras
él aún dormitaba, amodorrado
_ ¡Tenés razón,
pobre mina!_ dijo ella divertida
_ Mmh...ya te
dije, no debe estar muy bien de la cabeza _ agregó él con desgano
_ Igual está
buena …y vos más de una vez te habrás calentado espiandolá, ¿no? _ inquirió
ella
_ Vos tenés
mucho mejor culo…_ respondío él con previsible astucia
Ella dejó los
binoculares y volvió a la cama. Se rieron un rato, instante durante el cual
olvidaron apenas el desprecio mutuo.
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Uno de los
tipos sentados en la mesa de la ventana miró
pasar por la vereda a alguien que caminaba debajo de la llovizna. Se quedó
mirándolo para distraerse un poco de la charla afiebrada del que tenía en
frente
_ Es una ciudad
de mierda…una ciudad infernal hicieron…flor de turros eran al final…entramos
todos como caballos. Parecían catequistas y abajo del saco traían un facón. Y
toda esa manga de perritos falderos esperando que les tiren un hueso…caniches
que se convierten en hienas salvajes al primer indicio de que va a escasear la
carroña….se lamen el culo entre ellos hasta que haga falta comerse crudo a
alguno…hijos de puta _ seguía hablando aunque su compañero no le estuviera
prestando atención.
“Este
también se convertiría en una hiena si pudiera acercarse a algún hueso a medio
pelar…”, pensó mientras
el estrafalario personaje con una remera
horrible que se mojaba allá afuera y que iba hablando solo, dio vuelta la
esquina y él no tuvo más remedio que volver a escuchar al germen de hiena que
seguía despotricando.
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Al fin la calle
vacía bajo la lluvia de la ciudad que envió al ostracismo al encantamiento del
mundo.
Por un rato
quien quisiera podría permitirse la ilusión de que el agua, lavando el pavimento,
no dejará rastros de paranoia, ni de ánimo de revancha, ni sed de venganza.
Nadie sabe
quién es quién.
Cualquiera
podría ser un déspota fallido.
Se podrían
hacer tantas cosas en una ciudad.
Pero todo
pareciera limitarse a la organización jerárquica del saqueo.
Y las tareas
necesarias a tales efectos: administrar la sumisión y monetizar los conatos de
rebeldía.
Nombrar o
invisibilizar las cosas según convenga.
Los farsantes
payasos mercachifles tienen a la mano un mercado de disfraces ampliamente
surtido para adornar el espectáculo de variedades de sus vidas con la careta de
su héroe preferido.
Para camuflar,
quizás, que casi todo (casi todo) se reduce a solo dos cosas: robar o revolver
en la basura con deleite.
Muy de vez en
cuando a alguno le sale bien, acomodándose del lado del robo que se premia, se
aplaude, se codicia y se envidia. O hace de hurgar en la basura ajena su
emporio.
El resto deberá
cambiar de semblante con mucha mayor frecuencia y riesgo de desbarrancarse.
Los estratos
inferiores del robo y del cirujeo son castigados sin piedad.
Por lo demás,
todos naufragan con las derivas de moda del amor o de la inquina, relegadas
como están detrás de algún pliegue del olvido (ese otro disimulo) las
desventuras de su denodada lucha por disfrazarse adecuadamente con alguna
versión de sí, sin poder siquiera intuir cómo funcionan las cosas.
Quién sabe qué
hay más allá de su versión.