jueves, 29 de septiembre de 2011
B.E.
La excusa casi pueril del fastidio por su imagen de muchacho americanamente correcto para intentar destruirla con la estocada de una aguja hipodérmica, para escaparse de todas las demás excusas, hasta que ya no hiciera falta ninguna. Todavía le quedan algunos años a ese aspecto de oficinista levemente desquiciado, peinado a la gomina, genial cuando se sienta al piano con la serenidad angélica del demonio, bajando su cabeza y buscando cada sonido muy lejos de allí. Pasa frente al espejo antes de la puerta cuando decide por fin salir al anochecer gélido de Nueva York de principios de algún diciembre, y vuelve a mirar de soslayo el reflejo de ese tipo que es casi otro. Espera que la sesión de esa noche salga lo mejor posible. No concibe otro destino para lo que quede de esa noche que un disco en una batea de una disquería de esas que ve por la ventanilla del taxi cada tanto o en cualquier disquería de cualquier lugar. Es la ventaja de ser americano. Del norte.
En algún momento de esa noche, en algún sitio con piano y micrófonos algo sagrado se hizo presente para siempre, no importan las agujas hipodérmicas ni sus residuos ni su tonta molestia por la imagen de chico americanamente correcto que un día quedará hecha polvo. Algo que atraviesa los casi cincuenta años que median entre esa noche y una tarde plácida de primavera en algún sitio de América, pero del sur, donde ya no hacen falta discos para que suene esa música mientras alguien acomoda como ausente las cosas que se pueden acomodar en esa habitación y es casi felíz, sin saber porqué, sin saber del todo que es por eso que está sonando ahí, como parte de la respiración del mundo, para siempre.
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