jueves, 18 de noviembre de 2021

QUIÉN QUERRÍA IRSE DE AQUÍ

 

           “…hablaban de libertad todo el tiempo, pero casi nadie quería ser libre, y casi nadie lo sabía…quienes sí desearon mirar a la Libertad de frente, en su mayoría enloquecieron. Eso no estuvo nada mal…”

       
       " ...la lucidez extrema y la paranoia se rozan los labios de manera envidiable..."

 

El estupor va a conminarte a partir.

Es menos probable que lo haga el hartazgo, aunque también se trata de una cuestión de vida o muerte para quien lo piense un poco.

Los cuerpos visibles van decantando en su caída a caminar las mismas calles, en el mismo orden de siempre. Eso implica transitar a la par los mismos pensamientos en una secuencia rutinaria, abominable.  Se va cristalizando una relación especular entre la topografía del terreno y la de los pensamientos. Hay calles que han quedado definitivamente sustraídas del recorrido y nadie se pregunta por qué.

 No pueden sentir ni pensar otras cosas los cuerpos que siempre hacen lo mismo.

En general, nadie quiere cambiar ni mover las cosas de lugar. El malestar es inherente, la asfixia es proverbial en un mundo as í, pero nadie quiere alterar nada.

Las revueltas son invisibles. Pasan desapercibidas salvo para lo que está encargado de aniquilarlas ni bien las detecte, fulminando a los invisibles insurrectos.

El peligro suele darles un repentino sentido a las cosas.  A la par del terror se puede percibir, si se olfatea bien, un sutil perfume de entusiasmo. Quizás de euforia.

               Ninguna voz del otro lado.

               Indicio elocuente.

               Ominosamente, está cerca, está encima.

               Moverse.

               Irse ya.

 

En la calle, la niebla habilita una visibilidad de no más de cinco metros a la redonda, apaga todo sonido que provenga de lejos y ofrece la sensación de que la viscosidad enlentece el devenir del tiempo. No conviene entregarse a esa alucinación.

Es pasada la medianoche.

Un taxi que nunca vio venir irrumpe. Alcanza por muy poco a hacerle seña.

Las buenas noches al taxista no obtienen réplica. Indica como destino la estación de trenes.

El taxi se detiene ante un semáforo.  Le causa extrañeza que aún funcionen los semáforos. Pero claro, ese tipo de cosas son las que se detendrían en último término. Lo más prosaico conserva la inercia de su funcionamiento aún después del momento en el que se ha vuelto perfectamente inútil.

El taxista escucha la radio. No parece haber noticias. No tendría por qué haberlas, claro.

Siente una artificiosa seguridad ahí adentro, dormitaría placenteramente hasta llegar a destino si no fuera por el idiota que ameniza la medianoche desde la radio con su murmullo engolado, evidentemente convencido, como casi todos los que tienen un micrófono delante, de que tiene cosas importantísimas para decir, sin percatarse de lo siniestro del sitio que ocupa.

Mira por la ventanilla para comprobar que la niebla torna más densa. Al cruzar una calle alcanza a ver, o cree ver, un cuerpo tirado en el medio de la vereda en la esquina en diagonal.

                      _ ¿Vio eso? _ le pregunta en un sobresalto al taxista e inmediatamente se arrepiente de haberlo hecho. Ya es tarde.

                      _ ¿Qué cosa? _ respondió desganado el tipo.

         

Hubiera asegurado que el taxista estaba mirando hacia el mismo lado. Tendría que haberlo visto. Prefiere no indagar.

El taxi se detiene ante un nuevo semáforo en rojo. A su lado, otro auto con vidrios polarizados. No se puede ver hacia su interior. No se puede saber cuántos cuerpos viajan allí. Hay un breve destello, quizás alguien que enciende un cigarrillo.

El semáforo en verde habilita continuar la marcha. El otro sigue al taxi por detrás durante algunas cuadras. EL taxi toma velocidad de a tramos y deja al otro vehículo allá atrás perdido en la bruma. Cada tanto aquél se adelanta y se hace nuevamente visible. Finalmente se pierde. Ya no verán a nadie más hasta el final del trayecto.

Llegan a la puerta de la estación.

Paga el viaje. Aún debe quedarle dinero para el tren.

                   _ Creo que estaba muerto _dice el taxista mirando el espejo retrovisor. Les brillan los ojos mutuamente.

No alcanza a reaccionar. La puerta se cierra y el taxi se aleja para siempre.
Mira perderse al auto en la niebla y siente irse tal vez la última oportunidad de hablar con alguien sin que eso se convierta en un intercambio entre zombies.

Siente la presencia de algo a sus espaldas. Acaso siempre fue lo mismo: un gran cúmulo de presagios improbables y tan solo unos pocos acontecimientos disruptivos que nadie hubiera podido anticipar ni después entender;  acumulados en una memoria mutante cuyo trazo, con el tiempo, será cada vez menos fiel.

El edificio de la terminal le opone su inmensidad a la niebla. El contraste es monstruoso.

Adentro, el hall está prácticamente vacío y muy mal iluminado. Casi la mitad de las luminarias han sido apagadas o están destruidas. La penumbra parece facilitar la propagación del eco del taconeo. Uno solo de los bares al paso ha permanecido abierto.

Más allá, los andenes están desiertos. Los hilos plateados de las vías se hunden en la bruma y lo último que alcanza a verse es el brillo tenue rojizo de las luces de las señales de vía libre.

Busca con la mirada dónde comprar su pasaje.

Frente a la ventanilla advierte que no sabe hacia dónde ir.

Que no hay hacia donde ir.

Que no sabe por qué decidió llegar hasta allí.

Pide un boleto para el tren de las dos, compulsivo intento de llenar el vacío de no saber nada.

La mujer que atiende es la única persona en ese sector. Le tiemblan levemente las manos. A su lado tiene un vaso de plástico con café. La superficie por debajo tiene una mancha amarronada y seca; quizás derramó algún café antes de ese. Su mirada tiene algún rasgo de desquicio.

                 _ ¿El tren de las dos? Hermoso. Con mi familia siempre salíamos de vacaciones en el tren de las dos…¡hermoso,hermoso!, sí…el tren de las dos…

Y queda como suspendida en un murmullo hablando con el vacío sin fondo de sí misma, agarrada de su rama sicótica al borde de algún abismo …

 

Siente un leve temblor y vuelve a mirar las manos de la mujer que acaban de entregarle el pasaje y aguardan el dinero a cambio.

Paga. Toma el pasaje. Se retira de allí. La deja hablando sola. Ella no se entera.

Mira los andenes, pasando los molinetes y le parece absurdo pensar que más allá de la niebla, siguiendo esas vías, pudiera haber habido algo hermoso.

Todo cree estar sucediendo, así como la mujer creyó estar diciendo alguna cosa, habilitando el último delirio antes del próximo.

Se dirige hacia el bar que había visto abierto, en la otra punta del hall.

Un televisor suspendido en el aire, mudo, con un pastor evangélico que seguirá hablando perpetuamente a sus momias de esperanza y de negocios.

Se sienta en uno de los bancos altos de la barra

Pide un café y algo de comer. 

Cambia con quien atiende, algo parecido a un billete y recibe a cambio algo parecido a un café, algo parecido a un bizcocho y algo parecido a otro billete que parece compensar la transacción. 

El intercambio es un encantamiento. Las sociedades son imaginarias.

El tráfico de miradas es el fundamento de cualquier circulación.

Ver y ser visto. Mirar y ser mirado.

Mirar a los otros, como si algo pudiera saberse o entenderse sobre un semblante indescifrable, para dejar caer estúpidamente lápidas de juicios delirantes.

Tributar a la mirada ajena una impostura pacientemente construida para ofrecer lo que el otro nunca ha deseado más que en la propia imaginación, y ser condenado aun cuando se consiga una caricia. A cambio.

Todo intercambio es desigual. La justicia es un embeleso aun cuando parezca justa.

El orden es siempre violento y amado a la vez.

No hay verdad nunca.

Libertad, amor, delirio. Signos detenidos absurdos para significar lo que se mueve.

Signos imposibles.

Signos como si fuesen monedas a cambio de otras.

Monedas falsas.

Valga la redundancia. 

Toda moneda es falsa. Aunque un equívoco circunstancial sirva para agotarla y convertirla en un café, en un bizcocho y en un pasaje para un tren que parta a las dos. En la guerra hay que apelar virtuosamente a cada ocasión de poder sacar una mínima ventaja.  

Despanzurrar signos para ver qué tienen dentro.

Descifrar el código morse de una estrella que tal vez ya esté muerta.

Dinamitar las etimologías para ganar un segundo más de oxígeno.

 

Muy cada tanto estalla el quiebre y parece revelación lo que es solo infinitesimal pasaje de una ilusión que se ha convertido en pura opresión, inmovilidad y agobio, hacia la ilusión siguiente que al fin decantará para reemplazar el yugo de la anterior.

 

Cree que todo lo que hay es una guerra eterna entre la Quietud y el Movimiento.

 

Moverse. Siempre quiere moverse.

Supone que la Victoria consiste en lograr pequeños y efímeros triunfos antes de la Derrota definitiva. 

Cada triunfo no es más que un nuevo escape. Otra bala que pasó de largo. 

Pero no cree que haya sitio hacia donde ir.

Sí hay sitios de los cuales irse todo el tiempo. 

 

Irse.

Otra vez irse.

Y después irse de nuevo.

Hasta que la catástrofe inexorable final no signifique nada 

 

Como quien interrumpe una escritura para mantener a salvo al silencio de su traición involuntaria  


Como quien interrumpe la lectura porque presiente que algo siniestro se esconde en seguir leyendo siempre del mismo modo. 

Como quien se sube a un tren que se hunde en la niebla sin destino conocido