Recordó durante toda la vida aquel sueño recurrente de su
primera infancia.
Temiendo cada vez, cada año, olvidarlo algún día.
Seguramente también temiendo no poder olvidarlo nunca.
La casa a sus tres o cuatro años fue un departamento al fondo
de un pasillo luminoso, con un patio entornado por paredes demasiado altas. El
cielo quedaba así fuera del alcance de sus manos. Un zumbido, al principio lejano
se hacía cada vez más nítido. Levantando la vista hacia el cielo comenzaba a divisar
algo que iba descendiendo hasta permitirse ver: un pequeño avioncito de juguete
con vuelo propio que continuaba su vuelo en bajada hasta posarse con total generosidad
sobre su mano extendida
Era hermoso.
Lo llevaba hasta su habitación y lo guardaba en el cajón
de los juguetes, debajo de su cama.
Entonces algo, alguien, le decía que no debía apropiárselo;
no podía adueñarse del vuelo eterno. Sólo agradecer la visita del instante y
luego arrojarlo al aire nuevamente. El avioncito era esperado por todos los
demás.
Sacaba de ese modo el juguete maravilloso del sombrío
refugio de nadie, regresaba al patio y lo soltaba.
El avioncito recuperaba así su vuelo y se perdía más allá
de los muros. El zumbido alejándose tenía algo de la amarga dulzura de quien
comprende que no había comprendido.
Y abajo, en aquel patio, quedaba alguien en soledad con
su melancólica alegría, la de presentir que algún día el avioncito volvería; y
en ese presentimiento, la contracara inevitable de la incerteza: la que hace
más intensa a la felicidad, cuando ocurre.
En definitiva, el resto de su vida consistió en intentar
develar aquel sueño en cada señal amorosa que el amor le hiciera.
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