jueves, 4 de enero de 2018

SOLTAR

Recordó durante toda la vida aquel sueño recurrente de su primera infancia.

Temiendo cada vez, cada año, olvidarlo algún día. Seguramente también temiendo no poder olvidarlo nunca.

La casa a sus tres o cuatro años fue un departamento al fondo de un pasillo luminoso, con un patio entornado por paredes demasiado altas. El cielo quedaba así fuera del alcance de sus manos. Un zumbido, al principio lejano se hacía cada vez más nítido. Levantando la vista hacia el cielo comenzaba a divisar algo que iba descendiendo hasta permitirse ver: un pequeño avioncito de juguete con vuelo propio que continuaba su vuelo en bajada hasta posarse con total generosidad sobre su mano extendida

Era hermoso.

Lo llevaba hasta su habitación y lo guardaba en el cajón de los juguetes, debajo de su cama.

Entonces algo, alguien, le decía que no debía apropiárselo; no podía adueñarse del vuelo eterno. Sólo agradecer la visita del instante y luego arrojarlo al aire nuevamente. El avioncito era esperado por todos los demás.

Sacaba de ese modo el juguete maravilloso del sombrío refugio de nadie, regresaba al patio y lo soltaba.

El avioncito recuperaba así su vuelo y se perdía más allá de los muros. El zumbido alejándose tenía algo de la amarga dulzura de quien comprende que no había comprendido.

Y abajo, en aquel patio, quedaba alguien en soledad con su melancólica alegría, la de presentir que algún día el avioncito volvería; y en ese presentimiento, la contracara inevitable de la incerteza: la que hace más intensa a la felicidad, cuando   ocurre.

En definitiva, el resto de su vida consistió en intentar develar aquel sueño en cada señal amorosa que el amor le hiciera.  


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