La chata venía haciendo un ruido extraño, y
además estábamos algo desorientados.
Habíamos incursionado en una zona en la que la civilización parecía haber dejado a
su suerte a la cinta asfáltica y la erosión del tiempo se había ocupado muy
bien de ella.
Justo antes de un bache casi lunar divisamos a
unos metros un taller al costado de la ruta.
Un tipo salió a nuestro encuentro sin ningún
apuro ni alarma cuando escuchó el motor vacilante de nuestra camioneta.
Miraba fijamente a los ojos de su
interlocutor, pero la melancolía de su semblante impedía cualquier
posible incomodidad.
Supo en
seguida resolver el problema mecánico y nos aportó cuatro caminos posibles para
que pudiésemos llegar adonde estábamos intentando ir, con todas las ventajas e inconvenientes de
cada alternativa.
Tuvo razón. Seguimos su consejo y rápidamente
estuvimos en destino sin mayores inconvenientes.
Tan enigmático nos había resultado que
quisimos saber más de él.
Una vez llegados preguntamos y en seguida
supieron de quién hablábamos.
Nos dijeron que ha estado en ese taller desde
tiempos inmemoriales y que tiene una sabiduría infinita acerca de toda ruta
posible para llegar a cualquier lado.
Replicamos con asombro que de seguro debía
haber viajado mucho y muy lejos en su vida.
Nos contestaron que no. Que casi nunca se desplazó
más allá de un par de kilómetros de aquel sitio.
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