Un sitio entregado a la fe, acogedor según se vio, de
profesantes fervientes de credos diversos.
La primera inquietud, naturalmente, frente a quien había
llegado; fue expresada a través de una hospitalaria y piadosa inquisición de fe.
Quien había recién llegado contestó: “mi religión no
tiene palabras, solo se expresa”
Les pareció absurdo.
Quisieron saber
más.
En realidad no quisieron saber nada, las preguntas
subsiguientes no fueron más que una conminación. “Pero entonces cómo predicar?”, “Cómo explicar la diferencia entre el bien y el
mal?”, “Cómo anunciar la verdad acerca del origen de todo?”, “Cómo comprender el
sentido de las cosas?”…
En todos los casos, quedaron desarmadas por una mirada,
algún gesto, el silencio.
Insistieron.
La curiosidad original devenía en incomodidad. La incomodidad,
en fastidio. El fastidio, en ira.
Y todo eso en obsesión por quien había llegado a aquel
sitio un día.
De a poco fueron olvidando la práctica de sus ritos, sus
liturgias, sus sacramentos; reemplazados por la frenética búsqueda de alguna
forma efectiva de evangelizar al silencio.
Los textos sagrados de cada cual de a poco fueron dejando
de releerse.
Y la conversión general fue adviniendo con la suavidad
silenciosa de un río.
Tal vez sintieron en el momento incierto en el que se
sienten esas cosas, que quien había llegado a aquel sitio un día era su
redentor.
Pero ya no necesitaron proclamarlo, adorarlo, ni
convencer a nadie.
No necesitaron ser conscientes de eso.
Y no necesitaron recordar cuándo ni debido a quién habían
liberado finalmente al Silencio.
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