lunes, 4 de abril de 2022

NADA FUERA DE LO NORMAL


Esa palabra de mierda.

Me preguntaba todo el tiempo cómo lo hicieron; quién lo hizo o cómo se hace; desde cuándo. Una única palabra imperativa, decía yo, se había convertido en un santo y seña. La conjura de terrores innumerables resumida en una palabra en común.

Me resultaba absurdo.
El mismo nombre para cada caballo ciego y desbocado sobre el que cada quien vive su propio eufórico delirio imaginándose que lo controla y dirige la marcha mientras lo llama por un apelativo al que el animal no responde.

Yo hacía un recuento y llegaba a la conclusión de que hay un catálogo reducido a tres o cuatro palabras de mierda como esa. Que te las pronuncian en la cara asumiendo que  sos igual que ellos (y asumiendo que ellos son iguales a vos). Pero que nadie es igual, lo cual sería muy difícil de aguantar para la gran mayoría si fuesen cabalmente conscientes de eso.

Sentía que no se ve el arma porque no está, pero que al pronunciar esas palabras de mierda te invitaban a aceptar lo que se supone que implican; con un revolver apuntando a tu entrecejo.

No soportaba que las dijeran, las escupieran, mejor dicho, y parecieran asumir que estábamos hablando todos de lo mismo, de lo que se supone que cualquiera espera o desea, de lo que se supone que cualquiera teme.

Decía yo que si estamos apilonados viviendo en el mismo sitio, eso es tan solo por un tácito malentendido, un viejo terror oculto y una antigua resignación, celebrados cada fin de año con alegría y buenos augurios.

Y afirmaba que no es hipocresía.

Que la hipocresía es otra cosa. El "yo sé que tú sabes que yo sé: disimulemos" de la vida mezquina es muy otra cosa. La hipocresía es perfectamente consciente.

Cansado de que encima me señalaran a mí como un neurótico severo buscándole siempre la quinta pata al gato; y de que hablaran a mis espaldas; imaginé que podría haber algún sitio alejado de tanto ruido mental y elegí irme a Arroyave, casi por instinto.

Es verdad:  me fui por todos los otros motivos sobre los que no hace ya falta abundar.

Cuando llegué, el casero, mientras me mostraba la casa que le había alquilado, me indicó que allí el agua para beber se extraía del arroyo, no se tomaba de la canilla y que él se ofrecía a proveerme si yo no quería tomarme el trabajo de ir a buscarla. Asumí que las napas estarían contaminadas y le agradecí el gesto. Me indicó que los inquilinos anteriores habían dejado en la heladera dos o tres botellas, así que tendría para un par de días, pero que le avisara ni bien necesitara más; que él solía ir día por medio hasta el arroyo.

También me previno de otras cosas: "…acordate, la hora más peligrosa es cuando clarea...”. Me lo dijo como quien supone que su interlocutor sabe de qué le están hablando.
No lo sabía, claro. Yo había llegado hasta allí buscando un sitio tranquilo. Parecía no serlo del todo.

 

Cuando el hombre me dejó solo, lo primero que hice fue ir hasta la heladera. Debe ser una de las primeras cosas que hace cualquiera en su nueva morada. Ahí estaban las dos botellas de agua. Me serví un vaso y tomé, tan solo porque al respecto había una indicación que lo hacía especial. En ese caso se trató sin yo saberlo, de un bautismo iniciático irreversible. Luego del primer vaso de agua en aquel sitio, cualquiera pasa a ser parte de él para siempre.

Comencé a sentirme muy a gusto.

El buen ánimo me estimuló a salir a recorrer el pueblo. Pronto me vi sentado en una de las mesas que un barcito tenía sobre la vereda. No tardé en entablar conversación con dos o tres que me preguntaron si era recién llegado.

Tuve una sensación que, por contraste, advertí que hacía tiempo no experimentaba: la de una charla franca y sincera que brinda a cada palabra la inminencia de alguna maravilla. Mis interlocutores tenían una especie de encanto si se podría llamar así. Y me hacían sentir que yo también lo tenía para ellos.

En la conversación surgió el tema del agua. Me enteré que el agua que sale de las canillas allí es potable y se podría beber sin riesgos.

Cuando intenté averiguar por qué elegían tomarse el trabajo de ir hasta el arroyo a buscar el agua que bebían recibí como respuesta que lo preferían así. Tuve la impresión de que lo que se me estaba queriendo decir era: “Si tenés que preguntarlo, es porque todavía no podés entenderlo…”

Preferí no insistir.

Supuse que quizás fuese alguna postura de hippismo tardío. Al fin de cuentas esa es una de las marcas distintivas con las que se conoce al lugar.

Cuando regresé a la casa algo me llevó hacia la heladera para servirme otro vaso del agua misteriosa. Quizás, la intención de sentirme parte, de hacerle un homenaje al sitio y a aquella gente que me habían hecho recuperar un estado de existencia y cierta respiración interna que, sin haberme dado cuenta, hacía mucho me había abandonado en la metropolitana “Cretinolandia”.

Me fui a dormir.

No sé qué hora sería cuando desperté absolutamente desesperado. No tenía claro si era vigilia o sueño. Los límites entre ambos se habían borrado. Decidí que estaba despierto, por aferrarme a algo. Casi no podía respirar, estaba aterrorizado por una pesadilla atroz, indescriptible, que no terminaba de salir de mi cuerpo. Al mismo tiempo, me sentía dispuesto a cualquier cosa. Fui hasta la cocina. No sé por qué agarré un cuchillo. Se me cayó de las manos. Sentía que no podía tomarme el tiempo de levantarlo. Salí a la calle sumido en una suerte de éxtasis inverso, un delirio asesino, un terror agónico.

Corrí a lo largo de la calle vacía, en penumbras, sin rumbo definido. Tenuemente insinuaba clarear por sobre los cerros. El alumbrado era escaso y mi visión, borrosa.

Apenas podía ver para diferenciar entre las sombras un par de cuerpos tirados sobre las aceras. Había sangre alrededor.

A lo lejos divisé dos o tres personas que corrían hacia ningún lado, despavoridas igual que yo.

Creí escuchar algún insulto proferido por una voz de otro mundo. También algún grito de terror salvaje abruptamente cegado. Desde lejos se escuchaban alaridos como en sordina, palabras indescifrables, los ecos de los taconeos de alguna corrida.

Detuve mi carrera, me faltaba el aire. Me apoyé sobre un árbol.  Sentí que algo venía tras de mí. El instinto de supervivencia me llevó a correr hacia la casa. Eso que me seguía se acercaba a mí jadeando. Entré y tranqué la puerta.

Estaba sediento. Acabé con el contenido de una de las botellas que había en la heladera y recuperé algo de calma.

Esperé que avanzara la luz del día y volví a calle. Busqué los cuerpos que había visto (o que creí haber visto).

No estaban.

Resolví que necesitaba ver a un médico. El casero me dio el teléfono del único con el que contaban en el pueblo. No me preguntó si me pasaba algo. Sentí que ya lo sabía.

Llamé y me atendió el doctor en persona. Le solicité una consulta y me indicó dónde encontrarlo.

Una vez en el consultorio, le conté lo que me había sucedido unas pocas horas antes.

Me indicó que no me había pasado nada fuera de lo normal allí.

Me explicó con naturalidad cómo funcionan las cosas.

El médico me dijo que los efectos no son iguales en todos los casos. Que pueden llegar a ser muy disímiles de una persona a la otra. Pero que con relativa frecuencia se dan del modo en el que yo los había experimentado.

Me dijo que no se sabe muy bien si se trata de alguna especie de alga enteógena que se encuentra en las aguas del arroyo o alguna sustancia contaminante que pueda ser vertida aguas arriba, pero que no recordaba que alguna vez alguien hubiera tenido interés en averiguarlo. Me explicó que la sensación de bienestar y hasta de euforia durante el día se debe al agua. Y que cuando pasan algunas horas sin ingerirla (muy naturalmente durante el tiempo en el que la gente duerme), la respuesta corporal y psíquica puede ser imprevisible.  

Las varias horas sin tomar agua que pasamos durante el sueño tal vez sean lo que desencadene una descompensación brusca en algunos neurotransmisores, según el momento y la fisiología de cada quién...cuestión de azar tal vez...Habría que estar levantándose toda la noche a tomar agua, pero en ese caso en lugar de que tan solo algunos sufrieran eventualmente brotes como el tuyo, enloquecerían absolutamente todos por la falta de sueño”; explicó.

Me indicó que para las diez o diez y media de la mañana, la hora a la que yo había salido a comprobar si los cuerpos que había creído ver durante el delirio  seguían allí; todos los que pudieran haber “caído” durante la “furia” (así lo dijo), generalmente ya han sido retirados.

Me contó que al principio hubo cierto intento de parte de las autoridades de hacer cumplir las leyes, para aceptar tácitamente al final que nadie tendría legitimidad para aplicarlas, que nadie tendría interés en denunciar nada, que finalmente sería una pérdida de tiempo y de recursos.

Sería muy embarazoso tratar de averiguar quién asesinó a quién, cuando en la mayoría de los casos no quedan rastros demasiado evidentes más allá de los cuerpos que puedan encontrarse desperdigados por ahí. Tampoco testigos, claro. En esos momentos nadie está en condiciones de atestiguar nada.

Y dado que está asumido que cualquiera es un virtual homicida a la hora de la “furia”, no tendría sentido delimitar conductas con penalidades inocuas. Por otra parte, nadie las reclama aun cuando cualquiera también podría convertirse en la víctima del caso. Ser potencial víctima o victimario indistintamente pone a toda la gente en un plano de igualdad. Nadie asume necesidad de reparación alguna.

Al fin y al cabo, durante el día todo se ve con otra perspectiva y se aclaran las cosas.

“El bienestar bien lo vale” acotó.

Deberé haber estado perplejo y horrorizado después de las explicaciones que el médico me brindaba con naturalidad.

La verdad es que no lo recuerdo

Finalmente, el doctor me dijo que quizás esa noche pudiera dormir sin sobresaltos. Pero que no podía asegurarme lo mismo para todas las siguientes noches. Mientras me retiraba me saludó con un gesto amable al tiempo que tomaba un sorbo de agua.

De regreso a la casa, recuerdo que, cavilando, llegué a la cuenta de que si se interrumpiera la afluencia constante de nuevos habitantes atraída por un sitio tan acogedor, la población de Arroyave se habría extinguido haría ya tiempo. Sería una hermosa villa fantasma.

“Arroyave de Sierrasarriba: hermoso pueblo fantasma. La mejor agua del mundo.” Sería un slogan absurdo ciertamente.

Al mediodía llegó el casero. Venía del arroyo y me dejó mis dos botellas. Me dijo que al otro día me traería una más. Tomé un vaso para ver si percibía algún sabor extraño. Nada.

Durante el resto de la jornada me sentí muy bien y me dispuse a organizar mi trabajo.

A la tarde fui hasta el bar. Tenía una cita con los amigos que había conocido el día de mi llegada.

La vida era encantadora allí

Esa noche dormí sin sobresaltos. Como tantas otras. A diferencia de tantas otras.

La primera vez que regresé a la ciudad fue después de una “furia” en la que pude a tiempo evitar caer.

Fueron unos pocos días los que necesité para que remitieran los efectos de la falta de agua. Las pesadillas habían desaparecido. Durante la vigilia una extraña calma había tomado el lugar de la euforia, y eso estaba muy bien.

Ya no necesitaba tomar del agua y curiosamente ya no me molestaban como antes las palabras de mierda ni la vida mezquina.

No hubiese necesitado volver a Arroyave.

Pero volví.

La segunda vez que retorné de Arroyave a la ciudad fue por mi primer “caído”.

Previsible. Tu primer caído puede impresionarte un poco.

Es extraño: ya fui y volví varias veces sin necesitarlo. Creo que no podría precisar cuántas.

Tal vez un día ya no vuelva a la ciudad.


 

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