Esa palabra de mierda.
Me preguntaba todo el tiempo cómo lo hicieron; quién lo hizo
o cómo se hace; desde cuándo. Una única palabra imperativa, decía yo, se había
convertido en un santo y seña. La conjura de terrores innumerables resumida en
una palabra en común.
Yo hacía un recuento y llegaba a la conclusión de que hay un
catálogo reducido a tres o cuatro palabras de mierda como esa. Que te las
pronuncian en la cara asumiendo que sos igual
que ellos (y asumiendo que ellos son iguales a vos). Pero que nadie es igual,
lo cual sería muy difícil de aguantar para la gran mayoría si fuesen cabalmente
conscientes de eso.
Y afirmaba que no es hipocresía.
Que la hipocresía es otra cosa. El "yo sé que tú
sabes que yo sé: disimulemos" de la vida mezquina es muy otra cosa. La
hipocresía es perfectamente consciente.
Cansado de que encima me señalaran a mí como un neurótico
severo buscándole siempre la quinta pata al gato; y de que hablaran a mis
espaldas; imaginé que podría haber algún sitio alejado de tanto ruido mental y elegí
irme a Arroyave, casi por instinto.
Cuando llegué, el casero, mientras me mostraba la casa que le
había alquilado, me indicó que allí el agua para beber se extraía del arroyo,
no se tomaba de la canilla y que él se ofrecía a proveerme si yo no quería
tomarme el trabajo de ir a buscarla. Asumí que las napas estarían contaminadas
y le agradecí el gesto. Me indicó que los inquilinos anteriores habían dejado
en la heladera dos o tres botellas, así que tendría para un par de días, pero
que le avisara ni bien necesitara más; que él solía ir día por medio hasta el
arroyo.
Cuando el hombre me dejó solo, lo primero que hice fue ir
hasta la heladera. Debe ser una de las primeras cosas que hace cualquiera en su
nueva morada. Ahí estaban las dos botellas de agua. Me serví un vaso y tomé,
tan solo porque al respecto había una indicación que lo hacía especial. En ese
caso se trató sin yo saberlo, de un bautismo iniciático irreversible. Luego del
primer vaso de agua en aquel sitio, cualquiera pasa a ser parte de él para
siempre.
Comencé a sentirme muy a gusto.
El buen ánimo me estimuló a salir a recorrer el pueblo.
Pronto me vi sentado en una de las mesas que un barcito tenía sobre la vereda.
No tardé en entablar conversación con dos o tres que me preguntaron si era
recién llegado.
Tuve una sensación que, por contraste, advertí que hacía
tiempo no experimentaba: la de una charla franca y sincera que brinda a cada
palabra la inminencia de alguna maravilla. Mis interlocutores tenían una
especie de encanto si se podría llamar así. Y me hacían sentir que yo también
lo tenía para ellos.
En la conversación surgió el tema del agua. Me enteré que el
agua que sale de las canillas allí es potable y se podría beber sin riesgos.
Cuando intenté averiguar por qué elegían tomarse el trabajo
de ir hasta el arroyo a buscar el agua que bebían recibí como respuesta que lo
preferían así. Tuve la impresión de que lo que se me estaba queriendo decir
era: “Si tenés que preguntarlo, es porque todavía no podés entenderlo…”
Preferí no insistir.
Supuse que quizás fuese alguna postura de hippismo tardío.
Al fin de cuentas esa es una de las marcas distintivas con las que se conoce al
lugar.
Cuando regresé a la casa algo me llevó hacia la heladera
para servirme otro vaso del agua misteriosa. Quizás, la intención de sentirme
parte, de hacerle un homenaje al sitio y a aquella gente que me habían hecho
recuperar un estado de existencia y cierta respiración interna que, sin haberme
dado cuenta, hacía mucho me había abandonado en la metropolitana “Cretinolandia”.
Me fui a dormir.
No sé qué hora sería cuando desperté absolutamente
desesperado. No tenía claro si era vigilia o sueño. Los límites entre ambos se
habían borrado. Decidí que estaba despierto, por aferrarme a algo. Casi no
podía respirar, estaba aterrorizado por una pesadilla atroz, indescriptible,
que no terminaba de salir de mi cuerpo. Al mismo tiempo, me sentía dispuesto a
cualquier cosa. Fui hasta la cocina. No sé por qué agarré un cuchillo. Se me
cayó de las manos. Sentía que no podía tomarme el tiempo de levantarlo. Salí a
la calle sumido en una suerte de éxtasis inverso, un delirio asesino, un terror
agónico.
Corrí a lo largo de la calle vacía, en penumbras, sin rumbo
definido. Tenuemente insinuaba clarear por sobre los cerros. El alumbrado era
escaso y mi visión, borrosa.
Apenas podía ver para diferenciar entre las sombras un par
de cuerpos tirados sobre las aceras. Había sangre alrededor.
A lo lejos divisé dos o tres personas que corrían hacia
ningún lado, despavoridas igual que yo.
Creí escuchar algún insulto proferido por una voz de otro
mundo. También algún grito de terror salvaje abruptamente cegado. Desde lejos
se escuchaban alaridos como en sordina, palabras indescifrables, los ecos de
los taconeos de alguna corrida.
Detuve mi carrera, me faltaba el aire. Me apoyé sobre un
árbol. Sentí que algo venía tras de mí. El
instinto de supervivencia me llevó a correr hacia la casa. Eso que me seguía se
acercaba a mí jadeando. Entré y tranqué la puerta.
Estaba sediento. Acabé con el contenido de una de las
botellas que había en la heladera y recuperé algo de calma.
Esperé que avanzara la luz del día y volví a calle. Busqué
los cuerpos que había visto (o que creí haber visto).
No estaban.
Resolví que necesitaba ver a un médico. El casero me dio el
teléfono del único con el que contaban en el pueblo. No me preguntó si me
pasaba algo. Sentí que ya lo sabía.
Llamé y me atendió el doctor en persona. Le solicité una
consulta y me indicó dónde encontrarlo.
Una vez en el consultorio, le conté lo que me había sucedido
unas pocas horas antes.
Me indicó que no me había pasado nada fuera de lo normal
allí.
Me explicó con naturalidad cómo funcionan las cosas.
El médico me dijo que los efectos no son iguales en todos
los casos. Que pueden llegar a ser muy disímiles de una persona a la otra. Pero
que con relativa frecuencia se dan del modo en el que yo los había
experimentado.
Me dijo que no se sabe muy bien si se trata de alguna
especie de alga enteógena que se encuentra en las aguas del arroyo o alguna
sustancia contaminante que pueda ser vertida aguas arriba, pero que no
recordaba que alguna vez alguien hubiera tenido interés en averiguarlo. Me
explicó que la sensación de bienestar y hasta de euforia durante el día se debe
al agua. Y que cuando pasan algunas horas sin ingerirla (muy naturalmente
durante el tiempo en el que la gente duerme), la respuesta corporal y psíquica puede
ser imprevisible.
“Las varias horas sin
tomar agua que pasamos durante el sueño tal vez sean lo que desencadene una
descompensación brusca en algunos neurotransmisores, según el momento y la
fisiología de cada quién...cuestión de azar tal vez...Habría
que estar levantándose toda la noche a tomar agua, pero en ese caso en lugar de
que tan solo algunos sufrieran eventualmente brotes como el tuyo, enloquecerían
absolutamente todos por la falta de sueño”; explicó.
Me indicó que para las diez o diez y media de la mañana, la
hora a la que yo había salido a comprobar si los cuerpos que había creído ver
durante el delirio seguían allí; todos los que pudieran haber “caído”
durante la “furia” (así lo dijo), generalmente ya han sido retirados.
Me contó que al principio hubo cierto intento de parte de
las autoridades de hacer cumplir las leyes, para aceptar tácitamente al final
que nadie tendría legitimidad para aplicarlas, que nadie tendría interés en
denunciar nada, que finalmente sería una pérdida de tiempo y de recursos.
Sería muy embarazoso tratar de averiguar quién asesinó a
quién, cuando en la mayoría de los casos no quedan rastros demasiado evidentes
más allá de los cuerpos que puedan encontrarse desperdigados por ahí. Tampoco
testigos, claro. En esos momentos nadie está en condiciones de atestiguar nada.
Y dado que está asumido que cualquiera es un virtual
homicida a la hora de la “furia”, no tendría sentido delimitar conductas con
penalidades inocuas. Por otra parte, nadie las reclama aun cuando cualquiera
también podría convertirse en la víctima del caso. Ser potencial víctima o
victimario indistintamente pone a toda la gente en un plano de igualdad. Nadie asume
necesidad de reparación alguna.
Al fin y al cabo, durante el día todo se ve con otra
perspectiva y se aclaran las cosas.
Deberé haber estado perplejo y horrorizado después de las
explicaciones que el médico me brindaba con naturalidad.
La verdad es que no lo recuerdo
Finalmente, el doctor me dijo que quizás esa noche pudiera
dormir sin sobresaltos. Pero que no podía asegurarme lo mismo para todas las siguientes
noches. Mientras me retiraba me saludó con un gesto amable al tiempo que tomaba un
sorbo de agua.
De regreso a la casa, recuerdo que, cavilando, llegué a
la cuenta de que si se interrumpiera la afluencia constante de nuevos
habitantes atraída por un sitio tan acogedor, la población de Arroyave se
habría extinguido haría ya tiempo. Sería una hermosa villa fantasma.
“Arroyave de Sierrasarriba: hermoso pueblo fantasma. La mejor
agua del mundo.” Sería un slogan absurdo ciertamente.
Al mediodía llegó el casero. Venía del arroyo y me dejó mis
dos botellas. Me dijo que al otro día me traería una más. Tomé un vaso para ver
si percibía algún sabor extraño. Nada.
Durante el resto de la jornada me sentí muy bien y me dispuse a organizar mi
trabajo.
A la tarde fui hasta el bar. Tenía una cita con los amigos
que había conocido el día de mi llegada.
La vida era encantadora allí
Esa noche dormí sin sobresaltos. Como tantas otras. A
diferencia de tantas otras.
La primera vez que regresé a la ciudad fue después de una “furia”
en la que pude a tiempo evitar caer.
Fueron unos pocos días los que necesité para que remitieran
los efectos de la falta de agua. Las pesadillas habían desaparecido. Durante la
vigilia una extraña calma había tomado el lugar de la euforia, y eso estaba muy
bien.
Ya no necesitaba tomar del agua y curiosamente ya no me molestaban
como antes las palabras de mierda ni la vida mezquina.
No hubiese necesitado volver a Arroyave.
Pero volví.
La segunda vez que retorné de Arroyave a la ciudad fue por mi
primer “caído”.
Previsible. Tu primer caído puede impresionarte un poco.
Es extraño: ya fui y volví varias veces sin necesitarlo. Creo
que no podría precisar cuántas.
Tal vez un día ya no vuelva a la ciudad.
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