Vive en los
bordes de la ciudad.
No sabemos
con exactitud en qué sitio, tal vez cambie de posición a cada instante.
Y no sabemos
por dónde entrará, cuando decida hacerlo.
El primer
esfuerzo del día es tratar de olvidarlo. Pero no es consciente, el cuerpo aprende
a hacerlo de manera autónoma, como tantos mecanismos que en él funcionan
independientemente de la orgullosa voluntad.
En tanto el “olvido”
funcione, podremos ocupamos del resto de las cosas. De lo contrario, será un
día perdido.
Y un día
puede ser toda la vida.
En ese caso,
nos veremos sin saber por qué, intentando alguna ficción convincente que disipe
el terror inexplicable que se insinúa; y así quizás recuperemos algo de la
jornada.
De esa falla
nace la disidencia: “¡No así!” versus “¿Por qué no?” son los dos criterios
acerca de la vida que estamos llevando, delimitan los dos bandos con los que podemos
identificarnos. La pelea de cada facción por imponer su convicción a la
contraria se funda en lo insoportable, para cada contrincante, de vislumbrar en
los rasgos del adversario, algo de los rasgos propios. Es verdad, la pelea
también se justifica en darle algún sentido a lo que no podría tenerlo: a la angustia que perdió su placidez, para
soportarla; o a la placidez que no conoce la angustia, para que no languidezca
insípida.
¡No así!
¿Por qué no?
Ambos
postulados son ciertos y falsos al mismo tiempo.
Pero lo
inexorable es y sucede sin motivo.
Si es que el
pensamiento franco es posible, nuestro verdadero terror es intuir que, llegado
el día, ver de frente lo que llega desde algún sitio al borde de la ciudad será
ver nuestro propio rostro; verlo infinito, verlo mutante, verlo indefinido, o paradójicamente
verlo invisible.
Y eso sí que
ya nunca más se olvida
Ni la muerte
nos salva.